Places to visit in Sdot Yam, Caesarea

Cesarea, Israel


Description:

En Israel hay nueve sitios incluidos oficialmente en la Lista del Patrimonio Mundial de la UNESCO, y Cesarea —que hoy aparece en la lista de espera junto con más de mil ochocientas candidaturas de todo el mundo— está camino a ser la próxima. Su encanto único surge de una combinación poco común de historia, arquitectura y un ingenio constructivo realmente excepcional. La ciudad fue pensada y levantada por el rey Herodes el Grande en honor al primer emperador romano, Octavio Augusto, y en poco tiempo llegó a convertirse en uno de los grandes motores económicos del Mediterráneo oriental.

Por sus calles se cruzaron figuras como Poncio Pilato, el rabino Akiva y Luis el Santo, el rey Luis nueve. Distintas épocas y culturas pasaron por aquí hasta que la arena y la sal del mar guardaron durante siglos la memoria de todo lo vivido, como si fuera una cápsula del tiempo, esperando a que los arqueólogos la volvieran a abrir.

Te invitamos a un recorrido lleno de historias y descubrimientos. Vení, viajero: abramos juntos este libro antiguo de la vida y sus huellas silenciosas.

Languages: RU, ES
Author & Co-authors
Evgeny Praisman (author)
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Distance
1.72 km
Duration
1h 52 m
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Este teatro es considerado uno de los más impactantes y mejor conservados de la Antigüedad. Desde el inicio fue pensado como el primer teatro de piedra del Levante, una obra diseñada para mostrar hasta dónde llegaban la visión y la ambición de Herodes el Grande, recordado por su severidad, pero también por su enorme capacidad como constructor. Él lo presentó como la carta de presentación de su nueva ciudad, dedicada al emperador romano Octavio Augusto y bautizada en su honor como Cesarea.

Para ese momento, Herodes ya había remodelado Masada, iniciado el gigantesco proyecto del complejo del Templo en Jerusalén y estaba cada vez más cerca de su gran sueño: crear una ciudad de estilo romano con un puerto monumental que abría rutas comerciales hacia Europa y que terminó convirtiéndose en una de las maravillas arquitectónicas más importantes de su tiempo.

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El teatro podía reunir hasta **cinco mil** personas y se convirtió en escenario de espectáculos realmente enormes. El espacio frente al escenario se llenaba de agua y se transformaba en una gran pileta donde se recreaban batallas navales que dejaban al público sin palabras. En griego, “theatron” hacía referencia a mirar, a contemplar, y nombraba un lugar pensado para ver presentaciones de grupos cívicos, con historias preparadas, valores que se querían transmitir y un jurado que elegía a los ganadores.

Con el tiempo, ya bajo el dominio romano, estos espacios empezaron a orientarse cada vez más hacia exhibiciones masivas cuyo objetivo no era enseñar, sino impresionar. Así fue como se instaló la lógica del “pan y circo”, y los teatros terminaron perdiendo su función cultural para convertirse en instrumentos del poder.

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En la época cristiana, el teatro dejó de usarse: la nueva fe apuntaba a una vida más recatada y rechazaba todo lo que se asociaba con excesos y distracciones. Con la llegada del islam, parte de la estructura, ya bastante deteriorada, se cerró con un muro y el lugar pasó a funcionar como una pequeña fortaleza frente al mar. Las columnas antiguas de mármol y granito, traídas de Grecia y Egipto para aquella obra monumental, quedaron tiradas por todo el predio, olvidadas durante siglos. Con el tiempo, cuando los gobernantes musulmanes desarrollaron un gusto más marcado por la estética y el detalle, esas piezas empezaron a reutilizarse como material valioso: de ellas se cortaban placas y elementos decorativos para palacios y residencias de familias prominentes. Incluso los famosos baños de Acre, hasta hace apenas un par de siglos, estaban revestidos con fragmentos de esas mismas columnas.

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Fuera de la fortaleza musulmana, bajo capas de arena y escombros, quedaron ocultas durante **quince** siglos las ruinas de otro símbolo del mundo romano: el antiguo hipódromo. Su espacio largo y angosto, extendido paralelo al mar, aparece de golpe apenas cruzamos los límites de la fortificación y ofrece una vista que impresiona al instante.

Ya volveremos al hipódromo, pero por ahora vale la pena detenerse en las ruinas del palacio del hombre que ideó todo este conjunto. Justo acá, en el punto donde el teatro y el hipódromo casi se tocan, se levantaba en su momento el palacio de Herodes el Grande.

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La belleza del palacio era única: se proyectaba directamente hacia el mar abierto y las olas lo rodeaban por tres lados. Frente al sector principal había una amplia zona porticada, techada, con un patio central que organizaba todo el espacio. Las habitaciones elegantes, las piletas de agua de mar con pisos de mosaico y el horizonte infinito del Mediterráneo, enmarcado por obras tan imponentes como el teatro y el hipódromo, le daban al palacio una grandeza muy particular.

No es casualidad que este lugar se convirtiera en la residencia fija de todos los gobernadores romanos de Judea, incluido Poncio Pilato, quien —según la tradición— fue el que ordenó la crucifixión de Jesús. La única evidencia histórica del paso de Poncio Pilato por Judea apareció justamente acá, en el palacio de Herodes. Es una pieza conocida como “la piedra de Poncio Pilato”, con una inscripción en latín que menciona: *Pontius Pilatus, Praefectus Iudaeae*.

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No solo las piedras guardan la memoria de los gobernadores romanos en Cesarea: también lo hacen las fuentes cristianas. Se cuenta, por ejemplo, que el apóstol Pedro estuvo preso acá y que, según la tradición, ocurrió un hecho milagroso: los guardias se quedaron dormidos, las cadenas cayeron y él logró salir de la ciudad, probablemente desde la propia pretoría del palacio de Herodes.

Casi **veinte** años más tarde, en esa misma cárcel, mantuvieron detenido al apóstol Pablo hasta que fue trasladado desde Cesarea hacia Roma. Y hay un detalle que muchos creyentes consideran significativo: muy cerca de los restos del antiguo estanque de agua de mar se encuentra un pozo profundo revestido en piedra que para muchísimos cristianos es la verdadera celda de Pedro y Pablo.

Pero la historia del lugar no se limita a los mártires cristianos. En este mismo complejo, sobre el hipódromo, murió de manera trágica el rabino Akiva —figura central del levantamiento de Bar Kojba y uno de los pilares iniciales del pensamiento cabalístico.

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Al volver al hipódromo entramos otra vez en el corazón de la idea romana de gloria, velocidad y poder. Para Herodes, construir la ciudad del César no era solo una forma de agradar a Roma: era demostrar que Judea podía hablarle al Imperio en su propio lenguaje. El teatro deslumbraba, sí, pero la verdadera pasión estaba acá, en el hipódromo, considerado la cumbre del espectáculo.

El hipódromo de Cesarea era un componente imprescindible de cualquier ciudad romana. Herodes el Grande lo levantó como arena para las carreras de cuadrigas, el entretenimiento más popular entre los romanos. Aunque se trataba de un hipódromo “menor”, pensado para celebraciones, todavía se conservan las tribunas orientales, parte de la pista y, en parte, los *carceres*, los corrales de salida donde comenzaban las carreras. La sección occidental fue destruida por el mar. En la etapa tardía del Imperio no solo se corría acá: también se organizaban combates de gladiadores y enfrentamientos sangrientos entre personas y animales.

La esencia de las carreras no estaba en la velocidad pura, sino en el giro crítico de ciento ochenta grados. Las cuadrigas no tenían ningún mecanismo que distribuyera el peso, así que en la curva se levantaban sobre una sola rueda. El auriga debía usar su cuerpo, su fuerza y su pericia para tomar la curva al máximo posible sin volcar ni chocar con los rivales. Ganaba quien lograba mantener el equilibrio; un mínimo error podía significar la muerte. Para el público, lo fascinante no era ver quién llegaba primero, sino asistir al instante en el que se decidía todo: triunfo o final.

Con el tiempo, el hipódromo se transformó en un escenario de brutalidad y decadencia moral. Aquí se llevaron a cabo ejecuciones públicas de los primeros cristianos, y acá también murió de forma atroz el rabino Akiva, inspirador de la rebelión de Bar Kojba y uno de los grandes pensadores del judaísmo. Los romanos le arrancaron la piel estando vivo, frente a una multitud enfervorizada.

El hipódromo guarda no solo el rugido de las cuadrigas, sino también el pulso de la historia en ese borde donde se encuentran la grandeza y el abismo.

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Con los siglos de abandono durante las épocas cristiana y musulmana, todo este sector de Cesarea quedó en segundo plano. Pero cuando llegaron los caballeros europeos —hace casi **diez** siglos— el lugar volvió a cobrar otro sentido. Los nuevos dueños de Tierra Santa decidieron aprovechar la bahía, que conservaba parte del antiguo puerto herodiano, y levantaron un pequeño asentamiento medieval de planta rectangular con salida directa al mar. Cada una de sus murallas tenía una puerta que se cerraba por las noches, y al frente cavaron un foso profundo lleno de agua, siguiendo el modelo típico de las fortalezas francesas de la Edad Media.

Según la tradición, el propio rey francés Luis **nueve** participó en la construcción de estas murallas. Había partido hacia Egipto en una cruzada, fue derrotado, cayó prisionero y recuperó la libertad tras pagar un rescate enorme. Años más tarde fue canonizado, y en París se construyó la Sainte-Chapelle, en la Île de la Cité, para resguardar las reliquias cristianas que, según la leyenda, él mismo habría traído desde acá, desde Cesarea.

Frente a la entrada se pueden ver unas arcadas altas que forman parte de la restauración moderna. Antiguamente sostenían la escalera monumental que subía hacia el pórtico del Gran Templo, dedicado a Octavio Augusto, protector de Herodes y de la ciudad. Hoy, bajo esos arcos, se proyecta un breve documental sobre Herodes y su obra en Cesarea, además de funcionar allí un pequeño museo.

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Los primeros navegantes reconocidos en la historia fueron los fenicios. Avanzaban siguiendo las costas del Mediterráneo, fundando puestos y colonias comerciales. Se dice que fueron ellos quienes cruzaron por primera vez el mar hasta la otra orilla —las tierras de Iberia— y que llamaron a esas costas *España* a partir de la palabra *sfina*, que significaba “barco”. Es curioso que en hebreo moderno esa palabra suene casi igual: el fenicio y el hebreo eran lenguas sorprendentemente cercanas.

La costa de Cesarea era, en esos tiempos, una bahía pequeña y ya había sido utilizada por los fenicios. Pero los constructores de Herodes el Grande enfrentaron un desafío técnico sin precedentes: levantar un puerto capaz de recibir los pesados barcos romanos. Lo resolvieron con una audacia y una creatividad ingenieril extraordinarias. En mar abierto hundieron unas estructuras especiales —grandes plataformas con paredes altas y un doble fondo lleno de un polvo de origen volcánico— que, al contacto con el agua, se endurecía como un cemento moderno.

Uniendo esas bases con rellenos de piedra, construyeron un muelle largo y sólido, y un puerto que llegó a ser uno de los más importantes del mundo antiguo. La dársena quedaba dividida en dos —una exterior y otra interior— gracias a un rompeolas intermedio que hasta hoy protege la pequeña bahía de Cesarea. Desde este mismo lugar, parado sobre el espigón actual, se pueden ver los rastros del antiguo puerto que convirtió a Cesarea en uno de los puntos clave del Imperio romano.

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El puerto de Cesarea casi no tiene actividad hoy en día: solo salen de acá unos pocos barcos de pesca y las lanchas del centro de buceo. Pero en su momento fue uno de los proyectos de ingeniería y arquitectura más imponentes de la Antigüedad, una creación monumental de Herodes el Grande. La dársena interior —que hoy es una explanada cubierta de pasto— era el corazón de la ciudad y su centro sagrado. Desde ese punto se ascendía al podio del templo, desde donde se abría una vista inmensa hacia el mar, los alrededores y la ciudad misma.

En este lugar, Cesarea mostraba toda su fuerza y su grandeza, tal como la imaginó Herodes el Grande.

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Los descubrimientos y estudios más sorprendentes se hicieron posibles gracias a las tecnologías modernas de la arqueología subacuática. Hoy es posible recorrer el puerto hundido de Cesarea como si fuera un viaje submarino, contratando una salida con el centro de buceo local. Bajo el agua aparecen los restos de antiguas embarcaciones, las bases del puerto y partes de su sistema de drenaje.

Ahí, entre esas estructuras sumergidas, se vuelve muy claro cómo la caída de un gran imperio —como lo fue Roma— termina llevando, de manera inevitable, al olvido, al deterioro y a la ruina. Recién después de muchos siglos, sobre esos mismos escombros, otros pueblos y culturas levantan sus propias construcciones, tal como ocurrió una y otra vez en la larga historia de la antigua Cesarea.

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Frente a nosotros aparece uno de los logros de ingeniería y arquitectura mejor conservados del mundo antiguo. La Cesarea de Herodes el Grande no era solo “pan y espectáculo”, ni únicamente sus palacios o su puerto internacional. También era una ciudad donde el agua potable corría con facilidad y estaba disponible en cada cruce de calles.

El suministro llegaba por acueductos que transportaban el agua desde los manantiales del monte Carmelo. Estas estructuras monumentales la distribuían hacia grandes estanques abiertos, donde los habitantes se acercaban para llenar sus vasijas especiales —las *hidrias*— y llevar el agua a sus casas. En el mundo romano, el agua estaba muy vinculada al culto de las divinidades, y se la asociaba con las ninfas. Por eso estos puntos urbanos de abastecimiento recibían el nombre de ninfeos y solían estar decorados con esculturas de ninfas, como una forma de destacar el carácter sagrado y bendecido de aquella fuente.

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Esta calle, que conserva intacto su empedrado medieval, todavía guarda el eco del roce de los vestidos de las damas nobles y el sonido metálico del equipo de los caballeros. Cada día, desde las puertas de la ciudad, se abrían acá los puestos con toldos: vendedores de verduras, artesanos, herreros que forjaban herraduras y grampas, alfareros con su cerámica de barro y maestros vidrieros que ofrecían sus piezas a una clientela exigente.

Si imaginás por un momento la agitación de una calle medieval llena de movimiento, vas a ver aparecer a los caballeros de la dinastía de los Ibelín, a un guerrero de la Orden Teutónica y a los vecinos comunes de Cesarea. Fijate en el círculo tallado en la piedra del piso: era la base del poste de madera que sostenía los toldos permanentes de los comerciantes. Y justo al lado están las marcas cuadradas grabadas en el suelo: se hacían para que los cascos de los caballos y de las mulas no resbalaran sobre la piedra alisada por los siglos.

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Estamos dentro de una de las puertas medievales mejor conservadas de todo el Levante. Fueron levantadas por los cruzados y, según la tradición, el propio rey francés Luis **nueve** —el mismo Luis el Santo— participó en su construcción.

Prestá atención a los arcos apuntados: representan el estilo arquitectónico que, después del regreso de los caballeros de Tierra Santa, iba a conquistar Europa. Fue justamente acá, en Cesarea, donde los cruzados vieron por primera vez esta forma oriental de arco y la adoptaron; de esa influencia nació el arco gótico, que terminó convirtiéndose en una de las señas más distintivas del Medioevo europeo.

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El miércoles primero de abril del año mil doscientos sesenta y cinco, mientras las fuerzas del sultán Baibars mantenían la ciudad bajo asedio, los últimos cruzados abandonaron Cesarea en silencio absoluto, amparados por la oscuridad. Atravesaron un pasaje secreto, cruzaron el foso hacia la costa y subieron a los barcos que los llevarían para siempre lejos de Tierra Santa. Se llevaron consigo reliquias cristianas —según la tradición, incluso el Santo Grial— y con ellas también partieron la cultura, las formas arquitectónicas, las historias y la memoria que habían dejado en este lugar.

Los musulmanes destruyeron la fortaleza y la dejaron como ruina eterna, un símbolo de victoria y supremacía. Así, derrumbada y silenciosa, fue como los primeros investigadores del siglo veinte encontraron Cesarea. Esta tierra, que había visto pasar tantas épocas y tantos pueblos, terminó convirtiéndose en un parque nacional y en uno de los conjuntos histórico-culturales más singulares e interesantes de Israel.

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