El teleférico acá casi no se desplaza en horizontal, más bien se lanza hacia abajo. El desnivel es de alrededor de setenta metros y el ángulo de bajada llega hasta unos sesenta grados. Es uno de los teleféricos turísticos más empinados del mundo, y el impacto es inmediato: los acantilados blancos de roca calcárea, el mar y la línea de la costa se abren todos al mismo tiempo, sin una transición gradual.
Durante mucho tiempo las grutas solo eran accesibles desde el mar, para embarcaciones, nadadores y para quienes sabían leer y negociar con las olas. En el año mil novecientos sesenta y ocho se excavó un túnel a nivel del mar, de una longitud de unos cuatrocientos metros, y ese fue el primer paso para que el lugar dejara de ser un privilegio de unos pocos. Así, Rosh Hanikrá pasó de ser un rincón natural difícil de alcanzar a un espacio turístico organizado, que hoy está gestionado por el kibutz Rosh Hanikrá.
Rosh HaNikrá es un lugar donde una caminata se transforma en un viaje entre fuerzas de la naturaleza y capas del tiempo. Todo empieza arriba del acantilado, con una vista amplia de la costa y una sensación clara de límite, y después un descenso casi vertical en teleférico te lleva hacia abajo, directo al mar, a las grutas y al ruido constante de las olas dentro de la roca. Te esperan paredes blancas de piedra caliza, cuevas marinas vivas, luz y agua que cambian todo el tiempo el espacio y los colores, y aparece una sensación difícil de explicar, como si la roca respirara al mismo ritmo que el mar. Los túneles hablan de campañas militares, de trenes y de vías cortadas, mientras el sendero costero avanza junto al agua, donde acantilados y olas se alternan y se completan mutuamente. No es una atracción ni un museo, es un lugar que invita a ir despacio, a mirar, a respirar, a escuchar y simplemente a estar.