La destrucción de los acantilados acá es un proceso lento, pero continuo. El agua del mar socava la base de la roca, se filtra por grietas y por capas de caliza, sobre todo en los sectores donde el material es menos compacto. Las olas ensanchan esas zonas débiles, arrastran el material desde abajo y, con el tiempo, la roca pierde su sostén.
Cuando la tensión supera el límite de resistencia, se produce el derrumbe. Bloques de caliza caen al mar y la línea de la costa retrocede. En el lugar de los desprendimientos quedan nichos, arcos y vacíos que vuelven a entrar en el juego de las olas. Así se forma un relieve de paredes colgantes, cavidades y grutas, no como un hecho aislado, sino como una secuencia constante de destrucciones y reformulaciones, donde el mar, paso a paso, reescribe la forma de la roca.
Rosh HaNikrá es un lugar donde una caminata se transforma en un viaje entre fuerzas de la naturaleza y capas del tiempo. Todo empieza arriba del acantilado, con una vista amplia de la costa y una sensación clara de límite, y después un descenso casi vertical en teleférico te lleva hacia abajo, directo al mar, a las grutas y al ruido constante de las olas dentro de la roca. Te esperan paredes blancas de piedra caliza, cuevas marinas vivas, luz y agua que cambian todo el tiempo el espacio y los colores, y aparece una sensación difícil de explicar, como si la roca respirara al mismo ritmo que el mar. Los túneles hablan de campañas militares, de trenes y de vías cortadas, mientras el sendero costero avanza junto al agua, donde acantilados y olas se alternan y se completan mutuamente. No es una atracción ni un museo, es un lugar que invita a ir despacio, a mirar, a respirar, a escuchar y simplemente a estar.