Estamos a una altura de casi setenta metros sobre el nivel del mar, en el acantilado más empinado y reconocible de toda la costa, un punto que ya los griegos consideraban una frontera natural entre Acre y Tiro. Desde acá se abre una línea de horizonte limpia y amplia: las montañas del Carmelo, las lagunas costeras y la llanura que se extiende hasta Acre, una de las zonas más fértiles y habitadas del área desde tiempos muy antiguos. Esta panorámica explica con claridad por qué el lugar siempre funcionó como referencia, donde el mar, la planicie y la roca se unen en una sola continuidad geográfica. Antes de ir al teleférico que nos va a bajar hasta el pie del acantilado, donde se esconden grutas de una belleza sorprendente, vamos a acercarnos casi hasta la frontera con el Líbano. Después volvemos a este punto, porque justamente desde acá empieza el acceso a la reserva natural.
Rosh HaNikrá es un lugar donde una caminata se transforma en un viaje entre fuerzas de la naturaleza y capas del tiempo. Todo empieza arriba del acantilado, con una vista amplia de la costa y una sensación clara de límite, y después un descenso casi vertical en teleférico te lleva hacia abajo, directo al mar, a las grutas y al ruido constante de las olas dentro de la roca. Te esperan paredes blancas de piedra caliza, cuevas marinas vivas, luz y agua que cambian todo el tiempo el espacio y los colores, y aparece una sensación difícil de explicar, como si la roca respirara al mismo ritmo que el mar. Los túneles hablan de campañas militares, de trenes y de vías cortadas, mientras el sendero costero avanza junto al agua, donde acantilados y olas se alternan y se completan mutuamente. No es una atracción ni un museo, es un lugar que invita a ir despacio, a mirar, a respirar, a escuchar y simplemente a estar.